Borges y la filosofía
Emilio
Martínez Cardona
Una de
las obsesiones capitales de la filosofía contemporánea ha sido la demolición de
la metafísica, tarea emprendida con las herramientas del análisis del lenguaje
(Wittgenstein) y de la hermenéutica (Heidegger). Curiosamente, será la
literatura borgeana el campo desde el cual se retomará de forma lúdica la
metafísica, celebrando su carácter de inagotable materia prima para la
invención de ficciones.
Fernando
Báez ha dicho que “los mejores momentos de la historia del espíritu no son
otros que los que refieren la relación clandestina, infiel e indiscreta entre
la filosofía y la literatura”. Podemos agregar que uno de esos mejores momentos
es, justamente, el de los textos de Borges.
Es
conocido el comentario borgeano de que “la filosofía y la teología son dos
especies de la literatura fantástica”. Y es que Borges admitió que la antología
de la literatura fantástica que había compilado estaba incompleta, por no haber
incluido las creaciones de Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto
Magno, Spinoza, Leibniz y Kant.
El amor
por la filosofía fue una herencia de su padre, en cuya biblioteca leyó a George
Berkeley, David Hume y Francis Bradley. Durante su permanencia en Europa conoció
los escritos de Nietzsche, lo que supuso su acceso a la doctrina del Eterno
Retorno, y a Schopenhauer, cuyo libro central, “El mundo como voluntad y como
representación”, citó cientos de veces a lo largo de su vida.
Otros
filósofos le interesaron: Aristóteles, Plotino, Séneca. Son múltiples los
intentos por determinar qué tendencia filosófica profesó Borges: para Jaime
Rest era un nominalista, platonista para Juan Nuño, panteísta nihilista para
Ana María Barrenechea, panteísta spinoziano para Jaime Alazraki.
Entre
nosotros, H.C.F. Mansilla ha escrito que en Borges aparece “la probabilidad de
una arbitrariedad fundamental como rasgo constitutivo del universo. Lo que a
primera vista parece ser una amable ocurrencia literaria, burlona y al mismo
tiempo inofensiva, resulta ser el compendio de una visión para nada inocua. Su
núcleo fundamental reza que en el fondo todo es intercambiable con todo”.
Es
plausible creer que no fue adepto de ninguna de estas vías. Borges buscaba
sugerir misterios, no explicarlos. En “Pierre Menard, autor del Quijote”,
anota: “No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina
filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran los
años y es un mero capítulo -cuando no un párrafo o un nombre- de la historia de
la filosofía”.
Para
despejar todas las dudas y en diálogo con María Esther Vázquez, Borges
puntualiza: “No soy filósofo ni metafísico; lo que he hecho ha sido explotar, o
explorar -es una palabra más noble-, las posibilidades literarias de la
filosofía”.
Fernando
Savater ha dicho que “por ser capaz de convertir los fríos conceptos
filosóficos en protagonistas de prodigiosas narraciones literarias; por ser
capaz de crear, con los viejos materiales procedentes de la abstracción
metafísica, la abrumadora riqueza de sus ensayos, Borges estaría ubicado en una
categoría intermedia entre aquellos escritores que piensan por imágenes y
aquellos que lo hacen mediante abstracciones. Borges es un peculiar escritor
capaz de imaginar abstracciones y de dar vida imaginativa a filosofemas”.