Sobre el progresismo
Emilio
Martínez Cardona
Como bien apuntó
Hannah Arendt, la humanidad no conoció la idea de progreso tal como la concebimos
actualmente hasta bien entrado el siglo XVIII.
En realidad, el
punto de partida para el progresismo moderno sería el marqués de Condorcet,
reformador moderado o girondino quien, a salto de mata mientras escapaba a la
persecución de Maximiliano Robespierre, escribió su célebre “Bosquejo de un
cuadro histórico de los progresos del espíritu humano”.
Allí afirmaba su
credo optimista sobre la infinita perfectibilidad de la humanidad, algo que,
como buen iluminista, desarrollaba mediante una tensión agonista entre la
superstición y el conocimiento.
En el otro extremo,
tenemos la refutación sarcástica plasmada por Edgar Allan Poe en uno de sus
mejores cuentos humorísticos, “Conversación con una momia,” donde un conde del
Antiguo Egipto reanimado por medio del galvanismo, Allamistakeo, demostraba la
superioridad de su civilización sobre la moderna, derribando de paso varios
mitos: “Mandamos buscar un ejemplar de un libro llamado The Dial, y le leímos
en alta voz uno o dos capítulos acerca de algo no muy claro, pero que los
bostonianos denominaban el Gran Movimiento del Progreso. El conde se limitó a
decir que los Grandes Movimientos eran cosas tristemente vulgares en sus días;
en cuanto al Progreso, en cierta época había sido una verdadera calamidad, pero
nunca llegó a progresar”.
En el fondo, la
oposición entre Condorcet y Poe es la de los partidarios de una visión lineal
de la historia, que va de un estado primitivo a otro idílico, y la de quienes
sostienen la existencia de ciclos civilizatorios, muchas veces recurrentes.
“Adolecen de
linealidad -en mayor o menor medida- los sistemas de Hegel, Marx y Comte: el
primero con su culminación de la Idea en el Estado Absoluto; el segundo con sus
etapas inexorables del esclavismo, feudalismo, capitalismo y comunismo; y el
tercero con sus gradaciones de las eras teológica, metafísica y positiva”.
Entre los cíclicos
destaca el napolitano Giambattista Vico con su corsi e ricorsi, donde la
historia atraviesa la edad divina (teocrática y sacerdotal), la edad heroica
(guerrera) y la edad humana (racional), para remontarse una vez más al punto de
partida.
Apuntemos también
entre los cíclicos a Arnold Toynbee y Oswald Spengler, quienes plantearon una morfología
organicista de la historia y de las civilizaciones, con presupuestos algo más
optimistas el británico y francamente fatalistas el germano.
Pero es sin duda en
Friedrich Nietzsche donde la recurrencia es llevada al paroxismo con la
doctrina del Eterno Retorno, expresión tanto de una inmanencia radical como del
vitalismo del filósofo-poeta.
Más cerca en el
tiempo, el historiador ruso-americano Peter Turchin ha buscado matematizar la
teoría de los ciclos, bosquejando una nueva disciplina a la que denomina
cliodinámica (“Clío” por la musa de la historia, “dinámica” por el estudio de
los movimientos en el tiempo).
Sin embargo, hay
matices entre ambas posturas, con progresistas lineales que admiten algún tipo
de recurrencia histórica, aunque sea de modo jocoso, como la que apunta Marx en
“El 18 Brumario de Luis Bonaparte” (la repetición de los hechos primero como
tragedia y luego como farsa). O con teóricos de la historia cíclica como el
mismo Vico, quien se cuida en su “Scienza nuova” de aclarar que no se trata de
un movimiento cerrado, sino de una suerte de ascenso en espiral.