El Golpe de Puebla
Emilio Martínez Cardona
Varias señales indican que Bolivia está ante una
ofensiva externa e interna, que busca la desestabilización del gobierno
democrático. El Grupo de Puebla pide que se valide a Evo Morales como
“presidente electo” en octubre de 2019, a partir de un refrito de informes
elucubrados por la izquierda norteamericana, y define como “gobierno de facto”
a la actual administración boliviana.
Por su parte, el ex mandatario y ex agente del régimen
evista en La Haya, Eduardo Rodriguez Veltzé, nomina a Jeanine Añez como una
“presidenta autoproclamada”, mientras Eva Copa y Carlos Mesa coinciden en
buscar la deslegitimación del gobierno alegando que “no está cumpliendo su
función constitucional”. Se equivocan ambos, claro, porque la misión
gubernamental no es “convocar comicios” (para eso está el TSE) sino “gobernar
el país hasta el traspaso de mando”.
Esa estrategia discursiva se da en el marco de una
violencia incremental en territorios de fuerte implantación del Movimiento Al
Socialismo, que puede llevar a una mayor convulsión, amparada por un
instrumento jurídico (Ley que regula el Estado de Excepción) que no sólo ata
las manos a las fuerzas policiales y militares, sino que también crea una
especie de incentivo o “seguro para la sedición” (indemnizaciones a quienes
participen en confrontaciones y resulten afectados por la respuesta
estatal).
Por supuesto, la convulsión podría ser un bluff para
asustar y presionar por las elecciones apuradas en pleno pico de la pandemia,
con el consiguiente ausentismo electoral, sobre todo en las zonas más afectadas
por el contagio (que en su mayoría no benefician en intención de voto a los
partidos de Morales y Mesa).
Pero la desestabilización también puede apuntar a dos
escenarios: a) convulsión para llegar a una sucesión constitucional que ponga a
un(a) senador(a) evista en la presidencia, para conducir el proceso electoral
de manera favorable a su partido; b) una vez producida la sucesión, la ALP
reconoce a Evo Morales como presidente electo en octubre del 2019, así como al
Parlamento que surgiría de esos comicios viciados. De esta forma el MAS se
asegura una amplia mayoría para los próximos cuatro o cinco años y el mesismo
recibe cerca del 40% de las bancas (que no lograría en un nuevo proceso
electoral). ¿Se explicarían así tantas coincidencias?
Lo cierto es que, en noviembre del año pasado, la
hegemonía institucional del MAS perdió su núcleo (el Ejecutivo) pero no su
periferia (Legislativo, Judicial y otros enclaves públicos estratégicos). Y el
gobierno de Añez es, por ahora, un núcleo sin periferia. Hay una vieja
hegemonía que no termina de irse y todavía no acaba de forjarse una nueva.
La lucha por la democratización del Estado está a
medio hacer, y la conciencia de esta realidad debería servir para reorientar
luchas y críticas en función de un criterio de unidad.