Treinta años sin el Muro
Emilio Martínez Cardona
En pocos días más, en la noche del 9 al 10 de noviembre,
se cumplirán tres décadas de la caída del Muro de Berlín, apodado engañosamente
como la “muralla antifascista” por sus constructores, aunque su función real
era impedir la emigración hacia la libertad de los alemanes del este, sometidos
a la dominación totalitaria del Partido, la Stasi y el Ejército Rojo.
Con la demolición popular del Muro en 1989, acometida por
una multitud a pico y martillo mientras sonaban los acordes del exiliado
violonchelista Rostropovich, terminaba el siglo XX, de acuerdo a la cronología
heterodoxa fijada por el historiador británico Eric Hobsbawm, quien definió a
éste como un siglo “corto”, iniciado en 1914 con la Primera Guerra Mundial.
La caída del Muro se convirtió en el símbolo más visible
del derrumbe del socialismo real, que hizo implosión tras el fracaso rotundo de
la planificación centralizada, de aquel sistema burocrático de “ordeno y mando”
como lo definiera Mijaíl Gorbachov, quien intentó infructuosamente reformarlo
mediante la Glasnost (transparencia) y la Perestroika (reestructuración).
A partir de aquellos días, se darían los gobiernos
encabezados por antiguos disidentes como el sindicalista Lech Walesa y el
dramaturgo Vaclav Havel; el equívoco triunfalismo del hegeliano Francis
Fukuyama, predicando el Fin de la Historia; la reunificación alemana; el despegue
de Estonia con sus reformas turboliberales; el breve interregno democrático
ruso con Boris Yeltsin y la posterior recaída autoritaria con Vladimir Putin…
En América Latina, el colapso del comunismo obligó a la
Cuba de los Castro al austero “periodo especial” primero, y a co-impulsar con
Lula da Silva el Foro de Sao Paulo después. Esta entidad tenía el cometido de promover
la llegada al poder de sus partidos integrantes por la vía electoral, los
mismos que posteriormente procederían a desmontar las democracias desde
adentro. Poniendo además sus economías al servicio de la dictadura cubana, algo
especialmente patente en el caso del petropopulismo venezolano.
A treinta años de la caída del Muro, nuestro
subcontinente no termina de salir de esa estrategia de sustitución: el
Madurato, la Nicaragua de Ortega y la Bolivia de Morales acuden cada vez más a
medios pretorianos, mientras Argentina se alista a ensayar un neoperonismo con
negros nubarrones para la libertad de prensa.
Esto confirma que no hay ningún Fin de la Historia, sino
una batalla cíclica por la libertad que, como bien dijo Benjamin Franklin,
exige una “eterna vigilancia” para defenderla de sus enemigos.
Una de las dimensiones fundamentales de ese conflicto se
da en el ámbito de la cultura, de la lucha de ideas, que por una parte necesita
con urgencia la incorporación de nuevas generaciones de pensadores liberales, y
por otro lado debe encarar el desafío de comunicar estas propuestas a los
emprendedores populares, muchas veces informales, que siguen embaucados por una
demagogia socialista que va a contracorriente de sus realidades.