Argentina: La crisis
del Estado K
Emilio Martínez
Cardona
No, lo que está en
crisis en Argentina no es el gobierno de Mauricio Macri, sino el Estado K, el
sobredimensionado sector público dejado como bomba de relojería por Cristina
Fernández de Kirchner y su banda.
Aunque la
administración de Cambiemos hizo varios esfuerzos con miras a la reducción del
déficit fiscal que origina la inflación y la caída del peso, como la
disminución de un 20% del gasto político y de un 40% en el costo de la obra
pública (al eliminar la cartelización en unas pocas empresas amigas del poder),
la situación actual demuestra que la moderación gradualista es insuficiente.
Las medidas tomadas
esta semana por Macri incluyen un nuevo corte en el gasto político, de nada menos
que el 50%, junto a un aumento temporal en la carga tributaria a las
exportaciones, medida indeseada por el gobierno argentino pero aplicada con
instrumentos más razonables que los implementados años atrás por el
kirchnerismo.
Sin embargo,
permanece intocado el corazón del Estado K, asunto que tarde o temprano tendrá
que ser asumido para la solución definitiva de la crisis estructural. Hablamos de
la hipertrofia de empleados públicos supernumerarios, que en los doce años de
administración de “Néstor y Cristina” pasaron de 2 millones a 3 millones y
medio, un aumento del 75% que les sirvió para la creación de una gigantesca
maquinaria clientelista.
Esta empleomanía
estatal logró colocar a Argentina como el tercer país con más burócratas por
habitantes en el continente, sólo superada por los socialismos de Cuba y
Venezuela. Funcionarios que, al decir del propio presidente Macri, “no son
ñoquis porque van a la oficina, pero se pasan mirando el reloj porque no tienen
nada que hacer”. En el vecino país se llama “ñoquis” a quienes figuran en una
planilla de salarios públicos pero no concurren a su teórico lugar de trabajo.
Para corregir este
sobredimensionamiento no hace falta echar mano a ninguna “masacre blanca”, sino
al ingenio de múltiples mecanismos que transfieran progresivamente alrededor de
un millón de empleados públicos al sector privado.
Medidas que van
desde la política de “cero vacantes” (cargos que no se cubren cuando se da una
baja eventual) hasta los incentivos económicos al retiro voluntario, con
financiación al emprendimiento.
Pero tal vez la
herramienta más poderosa a utilizar podría ser un Plan de Reinserción Laboral
operado por medio de Alianzas Público-Privadas, pensadas de forma heterodoxa más
allá de la provisión de servicios básicos. Se trataría, más bien, de empresas
mixtas orientadas a proyectos productivos, energéticos e industriales, donde el
Estado tendría una participación transitoria, pagando en el primer año el 50%
del salario de los trabajadores, reubicados desde el sector público y
recapacitados. Esto podría reducirse en 10 puntos porcentuales anuales en las
siguientes gestiones (40%, 30, 20 y 10) hasta retirarse por completo de la
iniciativa, que finalmente quedaría en manos privadas.
Esta incubadora de
empresas, que puede atraer inversiones que prioricen las tecnologías de punta,
con un enfoque hacia polos de desarrollo territoriales, sería una alternativa
posible a ese Estado K que parece estar lastrando al país de Alberdi, Sarmiento
y Borges.