Libertad de crítica y perfectibilidad
Emilio Martínez Cardona
Una diferencia fundamental entre los diversos sistemas
políticos, sociales y económicos es la capacidad de auto-corrección ante los
errores u horrores generados por su funcionamiento.
En aquellos donde imperan élites portadoras de una
ortodoxia ideológica esta corrección se torna difícil, dada la autosuficiencia
de esas oligarquías decisionales, para las cuales la preservación del relato
fundante de su poder es más importante que el contacto con la realidad. De ahí
que repriman toda crítica emanada desde fuera del establishment e incluso de
los disidentes surgidos al interior de él.
El resultado es que estos sistemas refractarios a la
crítica tienden a profundizar sus errores, que al agravarse impulsan a su vez a
una espiral represiva de todo pensamiento independiente.
Esta lógica perversa es muy visible en regímenes
socialistas de orientación autoritaria, donde las tesis centrales de
interpretación y manejo de la economía están radicalmente erradas, conllevando
de manera inequívoca a un caos creciente que las élites dirigistas sólo pueden
atribuir a floridas ficciones conspirativas.
Así, el enemigo externo o sus “agentes” internos se
vuelven piezas indispensables a la hora de apuntalar un discurso
seudocientífico, apenas sostenible a través de una fe obligatoria que niega
todas las experiencias demostrativas de su fracaso.
Muy distinto es el funcionamiento de las democracias
liberales (aunque esta expresión sea en rigor un pleonasmo, ya que sólo son
democracias las liberales, mientras que aquellas que llevan los apelativos de
“populares” o “comunitarias” se han revelado siempre como máscaras de una
tiranía).
En éstas la libertad de crítica es un engranaje
insustituible del sistema político, que se concibe permanentemente perfectible
o reformable. Más allá de las iras eventuales del gobernante de turno ante
molestas interpelaciones, lo cierto es que una institucionalidad democrática
fuerte no sólo tolera los cuestionamientos, sino que los incorpora a la
información necesaria para la toma de decisiones y, en caso de llegar a cierta
“masa crítica”, cambia el rumbo de las políticas de Estado.
Los autoritarios suelen denostar a la democracia liberal
calificándola de “corrupta”, por los múltiples escándalos que acostumbra
ventilar la prensa. Aquí el error estriba en considerar vicio lo que en
realidad es virtud: la transparencia, contrapuesta a la opacidad despótica que
oculta los abusos detrás de la censura o de maquinarias judiciales cooptadas.
Precisamente, la disyuntiva transparencia/opacidad puede
constituirse en uno de los ejes principales del debate político en el siglo
XXI, donde los escenarios emergentes creados por las Tecnologías de la
Comunicación e Información (TICs) apuntan a confrontaciones entre
ciber-totalitarios y tecno-libertarios.
En nuestra coyuntura nacional, los primeros son aquellos
que propugnan “guerras contra las redes sociales”, muchas veces teledirigidos
desde el poder, mientras que los segundos representan un nuevo ejercicio de la
ciudadanía, refundando esa libertad de crítica indispensable para la
auto-corrección pacífica de una sociedad abierta.