LA PRENSA
Por Valentín Abecia López
He vuelto a leer Persona Non Grata (1973), del escritor chileno Jorge Edwards, referido a sus recuerdos sobre su accidentada misión (Ministro Consejero) en La Habana, cuando se reanudaban las relaciones entre Cuba y Chile, durante el Gobierno de Salvador Allende.
La Revolución Cubana atravesaba (1971) uno de sus más álgidos entreveros, la famosa zafra de los 10 millones de toneladas de caña había fracasado, y la moral del pueblo y los dirigentes estaba poco menos que por los suelos.
Edwards llegaba precedido por una larga fama de escritor de izquierda pero, al mismo tiempo, arrastraba el lastre del apellido que le emparentaba a los momios más recalcitrantes de Santiago.
El chileno se desenvolvió, en los tres meses que duró su azarosa estadía, entre la amistad de los intelectuales autóctonos y el menosprecio de los estamentos del poder.
Era la época en la que las relaciones de los escritores con el Gobierno se meneaban sazonadas con una serie de dramáticos quiebres, que finalmente terminaron con el encarcelamiento del líder visible de los intelectuales cubanos, Heberto Padilla, que se vio obligado a inculparse públicamente, a través de una famosa autocrítica, de imaginarios delitos (actividades subversivas) en contra de la Revolución, después de la salida definitiva de Edwards de Cuba.
Éste es, sin duda, uno de los negros capítulos que retrata la perversa relación entre los escritores y los gobiernos autocráticos.
Se trata, en todo caso, de una antigua polémica cuyo hito más importante se dio en la Argentina, en la década del 20 del siglo pasado, cuando se enfrentaron dos grupos literarios antagónicos: Boedo y Florida. Los de Boedo eran de izquierda, con una visión social del arte. En cambio, el grupo de Florida era más elitista y apuntaba hacia las formas y la estética. Feinmann dice: Boedo quería un mundo mejor. Florida ya lo tenía. Esa misma polémica, enriquecida por nuevos ingredientes, se trasladó a otros escenarios e hizo eclosión en la Cuba de principios de los 70. El régimen buscaba una comparsa de intelectuales que cantaran loas a la Revolución y que aceptaran el diktat del apparat.
En mala hora llegó Edwards a La Habana, justo cuando negros nubarrones presagiaban tormenta, y él, sin previo aviso, escritor e intelectual, se vio involucrado de entrada entre los réprobos del sistema y fue cuestionado y perseguido y espulgado y diseccionado.
En esas condiciones tuvo una anodina actuación diplomática, tildado como agente de la CIA, contrarrevolucionario, y algunos otros calificativos nada sacros, pero sus vivencias le permitieron luego escribir unas sabrosas memorias que develan hastío, asco, repugnancia contra el régimen y sus mecanismos y herramientas.
Con una coincidencia que da espanto, el sábado pasado, el presidente Morales, en la inauguración de la biblioteca en Orinoca, ha regalado una serie de libros referidos a su persona, entre ellos Ciudadano X, del uruguayo Emilio Martínez, que hace una apreciación crítica a todo el proceso que estamos viviendo, al que, sin dudar, Morales calificó como “un agente del imperialismo norteamericano”, en cambio ha ponderado la obra del argentino Martín Sivak, Jefazo, cuyo mérito consiste en mostrar a un presidente enamorado del fútbol, tanto en su versión práctica como televisiva, sin que medie ningún obstáculo, cualquiera que fuera. Esperemos que no nos estemos deslizando por una etapa tortuosa del proceso de cambio, en la que los escritores se conviertan en palabra prohibida.
Economista e historiador
He vuelto a leer Persona Non Grata (1973), del escritor chileno Jorge Edwards, referido a sus recuerdos sobre su accidentada misión (Ministro Consejero) en La Habana, cuando se reanudaban las relaciones entre Cuba y Chile, durante el Gobierno de Salvador Allende.
La Revolución Cubana atravesaba (1971) uno de sus más álgidos entreveros, la famosa zafra de los 10 millones de toneladas de caña había fracasado, y la moral del pueblo y los dirigentes estaba poco menos que por los suelos.
Edwards llegaba precedido por una larga fama de escritor de izquierda pero, al mismo tiempo, arrastraba el lastre del apellido que le emparentaba a los momios más recalcitrantes de Santiago.
El chileno se desenvolvió, en los tres meses que duró su azarosa estadía, entre la amistad de los intelectuales autóctonos y el menosprecio de los estamentos del poder.
Era la época en la que las relaciones de los escritores con el Gobierno se meneaban sazonadas con una serie de dramáticos quiebres, que finalmente terminaron con el encarcelamiento del líder visible de los intelectuales cubanos, Heberto Padilla, que se vio obligado a inculparse públicamente, a través de una famosa autocrítica, de imaginarios delitos (actividades subversivas) en contra de la Revolución, después de la salida definitiva de Edwards de Cuba.
Éste es, sin duda, uno de los negros capítulos que retrata la perversa relación entre los escritores y los gobiernos autocráticos.
Se trata, en todo caso, de una antigua polémica cuyo hito más importante se dio en la Argentina, en la década del 20 del siglo pasado, cuando se enfrentaron dos grupos literarios antagónicos: Boedo y Florida. Los de Boedo eran de izquierda, con una visión social del arte. En cambio, el grupo de Florida era más elitista y apuntaba hacia las formas y la estética. Feinmann dice: Boedo quería un mundo mejor. Florida ya lo tenía. Esa misma polémica, enriquecida por nuevos ingredientes, se trasladó a otros escenarios e hizo eclosión en la Cuba de principios de los 70. El régimen buscaba una comparsa de intelectuales que cantaran loas a la Revolución y que aceptaran el diktat del apparat.
En mala hora llegó Edwards a La Habana, justo cuando negros nubarrones presagiaban tormenta, y él, sin previo aviso, escritor e intelectual, se vio involucrado de entrada entre los réprobos del sistema y fue cuestionado y perseguido y espulgado y diseccionado.
En esas condiciones tuvo una anodina actuación diplomática, tildado como agente de la CIA, contrarrevolucionario, y algunos otros calificativos nada sacros, pero sus vivencias le permitieron luego escribir unas sabrosas memorias que develan hastío, asco, repugnancia contra el régimen y sus mecanismos y herramientas.
Con una coincidencia que da espanto, el sábado pasado, el presidente Morales, en la inauguración de la biblioteca en Orinoca, ha regalado una serie de libros referidos a su persona, entre ellos Ciudadano X, del uruguayo Emilio Martínez, que hace una apreciación crítica a todo el proceso que estamos viviendo, al que, sin dudar, Morales calificó como “un agente del imperialismo norteamericano”, en cambio ha ponderado la obra del argentino Martín Sivak, Jefazo, cuyo mérito consiste en mostrar a un presidente enamorado del fútbol, tanto en su versión práctica como televisiva, sin que medie ningún obstáculo, cualquiera que fuera. Esperemos que no nos estemos deslizando por una etapa tortuosa del proceso de cambio, en la que los escritores se conviertan en palabra prohibida.
Economista e historiador