Por: Emilio Martínez
En América Latina, un nuevo método golpista parece haberse extendido en los últimos años. Ya no se trata, como en décadas anteriores, del asalto al poder con tanquetas ni guerrillas, sino de desestabilizar a los gobiernos democráticos con movilizaciones sociales de creciente violencia.
Tal ha sido la experiencia de Bolivia en el lustro 2000-2005, periodo en el que un ciclo planificado de “protestas” produjo el derrocamiento de dos presidentes y la realización forzada de unas elecciones anticipadas que llevaron al gobierno a Evo Morales.
Hoy en día, una estrategia similar podría estar en marcha en el Perú, con parecidos actores e idéntica metodología, lo que nos permite pensar en una eventual exportación de cierto “know-how insurreccional”.
El alzamiento en la Amazonia peruana, que tuvo como cara visible a Alberto Pizango, siguió al pie de la letra ese guión: como en el caso boliviano, se utilizaron los bloqueos camineros en gran escala, orquestados con la ayuda del financiamiento proveniente de redes de ONGs y de mecanismos de coerción que obligan a los indígenas a plegarse a las directivas de los dictadores sindicales.
Las ONGs alineadas con el proyecto político que impulsa los nuevos golpes “soft” manejan presupuestos multimillonarios, como queda claro al analizar las cuentas de la AIDESEP dirigida por Pizango, que sólo en el 2008 recibió nada menos que cuatro millones de dólares.
Un dato no menor que merece ser considerado: una poderosa ONG que parece tener un importante rol como financiadora de los movimientos “indigenistas” peruanos es Amazon Watch, la misma que, curiosamente, tuvo un activo papel en Bolivia entre 1999 y 2003, hasta poco después del derrocamiento de Sánchez de Lozada en octubre de ese último año. Luego de cumplido su objetivo, pasó a enfocarse en Ecuador y, más recientemente, en Perú.
En cuanto a los mecanismos de coerción, los radicales peruanos parecen haber aprendido bien la lección de sus pares bolivianos y han puesto en práctica diversas formas de “sanción comunal” contra los disidentes. Ya se habla de indígenas a quienes se ha quemado sus viviendas por negarse a participar en los violentos movimientos, algo que es una lamentable tradición en zonas de dictadura sindical en Bolivia, como la región del Chapare, verdadero feudo del presidente Evo Morales.
Entre los móviles que llevan a estas organizaciones a promover los movimientos neo-golpistas confluyen varios factores: desde la probable ligazón con el narcotráfico, que busca establecer bases territoriales libres de la presencia de la fuerza pública para el ejercicio de su negocio, hasta la misma lógica totalitaria de ideologías que combinan de manera bizarra el marxismo con el racismo, pasando por intereses económicos y geoestratégicos contrarios al funcionamiento de los TLC con Estados Unidos.
Las excusas que encubren y justifican a las motivaciones reales son variables: a veces puede ser la protesta contra una ley de aguas, en otras la resistencia contra un proyecto de exportación de gas o la supuesta protección de las selvas tropicales.
En la primera etapa de estos ciclos de conflicto, dedicada a la acumulación de fuerzas, se busca ante todo el control de porciones crecientes del territorio nacional. Así se hizo en Bolivia entre el 2000 y el 2003, donde se apuntó primero a la consolidación del dominio sobre las zonas cocaleras y en provincias del altiplano paceño como Omasuyos.
Luego, en la segunda etapa, vendrá el asalto contra el poder central. En ambas fases, los organizadores de las “protestas espontáneas” procuran generar escenarios de violencia, de confrontación con la fuerza pública, que provean los muertos que harán posible la victimización del movimiento y el desgaste de la imagen gubernamental.
Cabe esperar que la administración de Alan García no cometa los mismos errores que los gobiernos bolivianos previos a la semidictadura evista. Estos consistieron, ante todo, en creer que el propósito de las protestas era genuinamente reivindicativo y que éstas podían ser desactivadas mediante sucesivas concesiones, y en negociar la ley, inicio de un proceso de erosión del Estado de Derecho cuyo fin está a la vista en Bolivia.
El verdadero antídoto contra el neogolpismo está en la unidad de los partidos democráticos contra estos intentos de desestabilización, en el correcto apoyo a las fuerzas policiales y militares, y en el diálogo con los dirigentes históricos de los pueblos indígenas, con las autoridades tradicionales no cooptadas por las redes prebendales de las ONGs y sus dictadores sindicales.
Y ante todo, en recordar que tras cada ola de conflictos no vendrá la paz, sino un periodo latente para el reacomodo de fuerzas previo a la siguiente batalla.